Hace no mucho tiempo, las imágenes de una tierra desértica, árida, maloliente y prácticamente derritiéndose por el calor, enormes torbellinos y tolvaneras, con cientos de osamentas regadas y miles de toneladas de desperdicios acumulados en el fondo de lo que alguna vez fueron presas, lagos, ríos, lagunas, mares eran cosa de las películas y series apocalípticas.

Actualmente no es necesario ni siquiera salir de las principales ciudades para contemplar muchos de esos escenarios. El 78% del territorio mexicano padece de sequía (desde moderada a severa) y panoramas de esas características están a la vista, acompañados frecuentemente de humaredas e imparables incendios forestales a la vista de todos.

El desastre es de proporciones épicas, va más allá de miles de hectáreas perdidas, millones de seres vivos muertos y pérdidas humanas. Nos pone en serios aprietos en términos de viabilidad alimentaria, sustentabilidad, empleos, seguridad, salud, supervivencia, comercio, logística, energía eléctrica y -por supuesto- una escalada de conflictos sociales.

Estamos en medio de una espiral desastrosa de la que muchas veces y durante mucho tiempo se nos advirtió. Las decisiones, acciones y programas que debieron ejecutarse, las recomendaciones que se emitieron, las protestas de cientos de organizaciones sociales, activistas y líderes sociales no bastaron y ahora tenemos que enfrentar las consecuencias irreversibles del denominado “infierno climático”.

Es la naturaleza humana cambiar solamente cuando no le queda de otra, obligados, acorralados, apremiados, urgidos, necesitados parece ser la única vía, esta crisis demuestra -otra vez- lo difícil que resulta prevenir, aceptar que convivir en enormes masas sociales que se reproducen sin control es un problema que a todos compete.

Incluso, aunque ya llegamos al punto donde los efectos son crudos, evidentes e innegables, todavía hay resistencia a hacer algo. El agua parece evaporarse del planeta, calor, contaminación, dolores de cabeza, molestias en la garganta, ¿a dónde se fueron la humedad, los glaciares, la nieve, las cumbres congeladas? En contraste tormentas con granizo del tamaño de pelotas de beisbol, lluvias torrenciales en zonas desérticas, tornados destructivos que arrasan con todo a su paso.

Todo eso y más es la nueva realidad, casi dos terceras partes de la humanidad enfrentan algún problema derivado de la ebullición climática (como también se le ha definido). Sea por falta o por exceso, por sequia o inundaciones, deslaves, desbordamientos, tormentas, cosechas arruinadas, afectaciones a la salud, daños económicos, una recuperación inviable ante un desastre natural.

Es un camino sin retorno a un ajuste severo de la concepción misma de la vida; al estilo de Duna (la película) habrá que pensar en cómo ahorrar agua hasta para escupir. En varias ciudades, los niños y sus padres de familia se ven obligados a acudir a la escuela acarreando una cubeta de agua para sus necesidades mínimas.

Los “tandeos” son cada frecuentes y extensos; la desesperación de la gente empieza a detonar protestas cada vez más recurrentes. No hay abasto suficiente, la presión social sube de intensidad porque solo queda recurrir a piperos, esperar cada vez más largas filas por unas cubetas en muchas colonias y agregar gastos a una de por si depauperada economía.

Efectos colaterales son el aumento en los alimentos, la escasez de productos agrícolas y ganaderos y, ante todo, las restricciones que se van imponiendo en la vida diaria: baños menos frecuentes, menos descargas en el sanitario, agua de aquí para allá, lavado de trastes, ropa, utensilios, todas esas rutinas deben modificarse.

Muchas zonas residenciales famosas por la “sustentabilidad” y vida paradisiaca que ofrecían ahora tienen que recurrir a algunas de esas costumbres impuestas que solo se veían en colonias circunvecinas. El colmo el aumento en la cuota del club porque hay poca agua.

Nadie se escapa -de alguna u otra manera- el efecto llega. Todos estamos expuestos al consumo de alimentos y agua contaminada o en condiciones muy por debajo de las normas mínimas. Se registra un aumento en las muertes y enfermedades por cáncer, diabetes, calor, obesidad, cardiacas, pulmonares, contaminación e infecciones.

Ni el color, el aroma y la brisa del mar son iguales; sus características se están alterando; bucear ya no es lo mismo, lanchas de fondo de cristal para ver basura y desperdicios acumulados, los océanos convertidos en zonas muertas, sobreexplotados y contaminados, la neta hay que pensarle hasta para decidir qué y dónde comes.  

Luego entonces, ni modo, se pondrán de moda los cursos de supervivencia, habrá que traer beduinos y expertos de tribus árabes para saber cómo adaptarse al desierto. Cambiar de vestimenta, usar nuevas fibras, que no guarde olores, que no se arrugue, ¿ropa interior desechable?, lavar el auto sin agua, reciclar, reciclar, reciclar.

Ajusta tu “huella de agua”; cambia tus hábitos de consumo, alimentación y caseros, arregla las fugas en casa y reporta las externas. Ayuda a los animales, miles de ellos mueren todos los días sin poder siquiera hacer nada. Denuncia el saqueo, el robo, los excesos, el desperdicio y la corrupción en materia de agua. Más que una cuestión de responsabilidades y derechos es -en serio- una de supervivencia.

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